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La trampa de la usurpación

En el vasto escenario de las ideas, pocos conceptos han sido tan vapuleados y reinterpretados como el de justicia. En nombre de esta, se han perpetrado actos de nobleza y vileza, a veces indistinguibles. Uno de los debates más encendidos en nuestra historia contemporánea gira en torno a la propiedad privada, y cómo, bajo la bandera de una supuesta “justicia social”, se ha intentado justificar lo que no es más que un vulgar despojo.

La propiedad privada, en su esencia, no es un capricho de la modernidad ni un vestigio de sistemas opresivos; es la piedra angular de cualquier sociedad que aspire a la libertad y el progreso. Desde Locke hasta Hayek, los más lúcidos pensadores han defendido la propiedad como una extensión del individuo, un reflejo de su esfuerzo, creatividad y voluntad. Despojar a alguien de lo que legítimamente ha adquirido es, en cualquier escenario, un atentado contra su dignidad y autonomía.

Sin embargo, en las últimas décadas, hemos sido testigos de una peligrosa distorsión del concepto de justicia. La idea de que la redistribución forzada es un medio legítimo para alcanzar la equidad ha ganado terreno en ciertos sectores. Bajo el pretexto de “justicia social”, se ha intentado normalizar la usurpación de tierras, enarbolando la bandera del bienestar común mientras se ignora, deliberadamente, el principio de que la justicia no puede permitir el abuso de un derecho en pos de otro.

La justicia, en su verdadero sentido, es un equilibrio, una balanza que no puede inclinarse caprichosamente sin perder su esencia. No puede existir verdadera justicia cuando se pisotean los derechos de unos para beneficiar a otros, cuando se anula el esfuerzo y la legítima propiedad bajo el argumento de que otros lo necesitan más. Esa no es justicia; es una burda caricatura de esta.

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Los defensores de estas prácticas suelen argumentar que las tierras en cuestión no estaban siendo “aprovechadas” o que pertenecen a quienes tienen “demasiado”. Pero, ¿desde cuándo la medida del esfuerzo y la propiedad debe ser dictada por quienes no han contribuido a su adquisición? Este tipo de razonamiento no solo socava el principio de propiedad, sino que establece un peligroso precedente en el que cualquier derecho puede ser vulnerado bajo el manto de un interés secundario.

Desde una perspectiva filosófica, lo que se esconde tras este tipo de justificaciones es un relativismo moral que, en última instancia, distorsiona la base misma de la convivencia civilizada. Cuando el derecho deja de ser una garantía inviolable y se convierte en una herramienta maleable para satisfacer las demandas de distintos grupos, el resultado es una sociedad fracturada, donde la ley ya no es un baluarte de protección, sino un instrumento de coerción.

La defensa de la propiedad privada no es, pues, una simple cuestión de legalidad; es una defensa de la civilización misma. Por ello, es esencial recordar que la justicia verdadera no se alcanza despojando a unos para enriquecer a otros. La justicia es dar a cada quien lo que le corresponde, sin privilegios ni favoritismos, sin coartadas ideológicas que justifiquen lo injustificable. Porque en el momento en que aceptamos la usurpación como un “acto de justicia”, habremos cruzado una línea que pone en peligro todo lo que hemos logrado como sociedad. .

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