Ser un buen ciudadano es una cuestión de honra, de aquellas que no requieren ser impuestas por leyes ni reglamentos. En realidad, se trata de ser completamente coherentes con nuestra esencia humana. En una época en la que la apatía cívica y el desencanto son cada vez más comunes, es importante recordar que ser un buen ciudadano es vivir en libertad de manera consciente y respetando a los demás. Este principio se convierte en la brújula ética que dirige nuestras elecciones diarias.
El ser humano es intrínsecamente libre y posee la capacidad de razonar para distinguir entre lo justo e injusto. No necesitamos de un aparato estatal coercitivo para recordar que el respeto a la vida, la propiedad y la libertad son la base de una convivencia pacífica y saludable. Ser un buen ciudadano no es una carga impuesta por el Estado, es una elección individual y consciente. Por el contrario, un mal ciudadano es aquel que vive al margen de la conciencia cívica. Que se desentiende de las normas básicas que sostienen una convivencia ordenada. Que actúa sin considerar las repercusiones de sus actos, tomando decisiones que generan caos y desconfianza. El mal ciudadano no respeta la legalidad, ni valora la importancia de su rol en la sociedad, por lo que es una fuente de conflicto y desarmonía.
Esta perspectiva nos invita a reflexionar sobre la idea de la reciprocidad. Al respetar los derechos ajenos, no hacemos otra cosa que proteger los nuestros. Es un pacto tácito que no se sustenta en la amenaza de castigo, sino en la comprensión de que la libertad no es un juego de suma cero.
El planteamiento anterior no se limita al cumplimiento pasivo de no dañar al prójimo. Implica también una actitud proactiva de participación en la construcción de un entorno donde la libertad y la justicia puedan crecer. Esto no significa subordinarse a los dictados de la mayoría. Se extiende a actuar con integridad y responsabilidad. Cada decisión que tomamos, por muy trivial que sea, tiene un impacto en el tejido social. La acumulación de estas decisiones es lo que, en última instancia, define el carácter de una sociedad. Por lo tanto, en un contexto donde el irrespeto a las leyes, el escepticismo hacia las instituciones y el desencanto político se han empotrado, la respuesta no es el aislamiento ni la indiferencia, sino el actuar conforme al uso práctico de la recta razón. Es decir: actuando con coherencia, justicia y discernimiento en cada situación. Con la “chispa” natural de tender a la bondad.
Así pues, ser un buen ciudadano no es un acto de obediencia, sino de autonomía. No es una concesión a la autoridad, sino una afirmación de nuestra propia dignidad como seres racionales y libres. Es la decisión consciente de vivir en armonía con quienes nos rodean, no por temor al castigo, sino porque comprendemos que, en la libertad y el respeto mutuo, encontramos la mejor garantía de nuestra propia felicidad y bienestar.